domingo, 13 de noviembre de 2011

La Niña de Piedra

Aquella era sin duda la fuente más hermosa del parque. Nadie recordaba su verdadero nombre porque para los lugareños, siempre fue conocida como “La niña de piedra” por ser precisamente la figura de una niña, la que confería a la construcción su aire especial.

La niña de piedra estaba colocada sobre un pedestal de bronce que anclado al fondo de la fuente, emergía hacia la superficie. Alzada de puntillas, sus botitas de cordones parecían rozar el agua.
Con cuánto arte y mimo talló el escultor cada detalle. Y así, la falda de capa se dejaba levantar por el fuerte aire, la chaquetita abotonada se le ajustaba al cuerpo amparándola del frío, y un pañuelo de primoroso nudo bajo la barbilla, le cubría su cabeza; mientras, con el brazo extendido apartado de su cuerpo, la niña sostenía un paraguas desplegado que el viento parecía querer arrebatarle . Era precisamente en ese gesto donde se concentraba toda la belleza de aquella escultura, ya que dejaba al descubierto, el rostro entre pícaro y cándido de la pequeña que, con los ojos cerrados y apretados, y el resto de la cara contraída, jugaba a dejarse mojar por la lluvia que la girándula colocada sobre una cornisa, se encargaba de transformar continuamente de llovizna a chaparrón, de chaparrón en aguacero.

Ha amanecido nublado. Tras las cristaleras de la oficina los edificios frente a mí se elevan entre aceros. Hoy recuerdo especialmente a aquella niña de piedra. Con seguridad estará allí con su sonrisa humedecida alegrando el parque solitario.
Sobre el poyete de mi ventana una pareja de gorriones se hacen arrumacos, ajenos al gris del día, al frío del acero; ajenos a la niña, ajenos a la mujer sin sonrisa  en la que me estoy convirtiendo.
Apoyo la frente sobre el cristal y por unos segundos, la tierna imagen de la niña me la devuelve.

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